dimarts, 12 d’abril del 2011

Gaeima

Cuando mi madre propuso traer una niña saharaui a casa todos estuvimos de acuerdo. a pocas semanas de su llegada, decidimos que iríamos a ayudar a los voluntarios a traer a todos los niños a sus respectivos pueblos. Cuando llegaron los niños todos eran tímidos y callados. Cuando supimos quién era nuestra niña fuimos corriendo hasta ella, Gaeima. Era una niña muy callada y no sabía nada de español, pero poco a poco, todos fuimos aprendiendo un poco de todos. Recuerdo que los primeros días siempre se intentaba guardar comida para después y guardaba cosas bajo la cama si nosotros saberlo. Las noches las pasaba llorando por su madre y cogía el teléfono sin permiso para llamarla. Cuando se fue acostumbrando ya no lloraba y llamábamos a su madre siempre que podíamos. Aún recuerdo su cara al ver el mar. Los ojos se le abrieron como platos cuando vio tanta agua junta... Siempre se la veía feliz... Al verano siguiente volvío a venir...


En diciembre de ese mismo año, fuimos a su casa. Cuando llegamos, bajamos asombrados del avión. Era un aeropuerto militar, todo era arena y estaba rodeado de militares con pistolas y metralletas. Lo único que había allí era arena y un camión para llevarnos a todos. Cuando llegamos al pueblo (27 de febrero, así se llamaba el pueblo) era un campamento de refugiados, gente que no quería guerra y se refugiaron en unas jaimas que había en una tierra de Mauritania. Aquellos saharauis se habían refugiado en un montón de tiendas de tela y casas de adobe. Era invierno y había 40º de temperatura, no había agua, la única que había estaba en un depósito de metal en la puerta. Entrando a la casa vimos que no había electricidad. Había una tele desenhufada, sin cables, la luz era la que entraba por las ventanas, esas ventanas a ras de suelo que tanto me llamaron la atención, era para que pasara el viento cuando estaban sentados en el suelo. De noche, utilizaban una placa solar que tenía el tamaño de un folio y que había estado todo el día al sol. Recuerdo a Gaeima irse andando cuarenta y cinco minutos a la escuela por aquellas dunas de arena. Volver a mediodía, otros cuarenta y cinco minutos, irse otra vez, y volver por la noche. ¡Todos los días! la comida era siempre seca, arroz, garbanzos... Y todo con carne de camello, una carne negra. La guardaban en la habitación sin ventanas, siempre fresca. Los hombre no trabajan y las mujeres hacen alformabras,  todo en casa. Limpian la ropa en un balde, y se pasan la mañana haciendo la comida. Todos duermen en el suelo. Y los niños no tienen nada, ni balones, ni zapatillas, ni nada, se tienen que divertir tirando piedras. Nunca olvidaré la sonrisa de aquel niño cuando le regalé aquella pelota... Lo mejor de todo el viaje...
Carmen Espinosa. 3 ESO, IES Azud de Alfeitamí

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